Enviado a las 04/06/2011 17:45:56 | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (2) [Dedicado a CAMINANTE] | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(2)
-¡Acabo
de recibir una nueva carta de Sir Wilfred! No sólo está de acuerdo en
que vaya usted también a su finca, sino que arde en deseos de conocerle
puesto que ha oído contar muchas anécdotas acerca de su sagacidad en la
resolución de misterios criminales.
El
Padre Brown aparentaba estar tan distraído como siempre, con sus ojos
grises perdidos en el infinito. A Flambeau siempre le había extrañado
que un hombre tan agudo, tan perspicaz y tan avispado para solucionar
los más intrincados enigmas tuviera casi siempre aquella expresión
alelada, aquel gesto embobado y simplón. Pero sabía que, bajo aquella
apariencia de falsa estolidez, se ocultaba un poderoso cerebro y un
corazón tan grande como generoso y muy experimentado en el conocimiento
del alma humana. Eran ya muchas las veces que le había visto mostrar esa
cara de eterno distraído pero siempre llegaba un punto en que, ante el
misterio insoluble, los ojos del Padre Brown se iluminaban, señal de que
acababa de dar con la clave del suceso. Y era entonces cuando más se
asombraba Flambeau, por la súbita metamorfosis en el rostro de su amigo.
Tras un leve silencio de unos pocos segundos, el cura dijo:
-Muy
amable de su parte. También yo estoy deseando conocer a Sir Wilfred. Y
al Fiscal Parks. Me figuro, querido Flambeau, que no serán los únicos
invitados...
-En
efecto -corroboró el titán francés-, tiene usted razón. Como es lógico,
a la fiesta de reconciliación entre el Magistrado y el Fiscal asistirán
otras personas pero, como ya sabe, yo sólo conozco personalmente a la
esposa de Woolcott, Eleanore, a la hija de ambos, la señorita Miss
Louise Woolcott, y a los miembros del servicio doméstico, en especial a
Carter, el mayordomo principal de la familia, el cual me ayudó mucho
cuando recuperé el anillo de esmeraldas de la señora Eleanore. Se me ha
confirmado la asistencia del Juez Thorpe, el padrino de Parks en el
duelo, y de algunas otras personas a las que, por desgracia, no
conozco.
-¿Aún
recela de ese “falso duelo” entre su amigo y el señor Parks? -preguntó
el Padre Brown, con tono serio y casi susurrando las palabras.
-Bien
sabe usted que no suelo hacer caso de malos augurios pero, en cierta
medida, aún me atosiga una extraña sensación que oscila entre la
fatalidad de un trágico destino y el deseo de que todo discurra en paz y
armonía.
Brown
quiso serenar a su amigo y le convidó a una copita de brandy, bebida a
la que ambos eran muy aficionados. Tras unos instantes, ambos dejaron
que su imaginación poblara sus almas de un moderado optimismo y ya no
volvieron a manifestar sus temores. Al poco Flambeau se levantó con
mucha parsimonia y, antes de irse, le dijo al cura:
-Et bien, Mon Père,
en la carta de hoy el Magistrado nos invita a usted y a mí a la mansión
de Woolcott Manor, el Señorío de su familia. Iremos en mi coche, no se
preocupe. Lo único que nos pide es que procuremos llegar hacia el
mediodía del sábado. Tras la comida, ya por la tarde y antes de que se
oculte la luz del sol, tendrá lugar el duelo entre Woolcott y Parks.
-Le
veo disfrutando como un niño, y eso que el juego del duelo aún no ha
empezado -comentó el cura, con sus grises ojillos rusueños.
-Sí, mon cher ami,
ya conoce usted mi debilidad por los duelos en el campo del honor, por
los combates y cualquier batalla en pro de una causa, por muy perdida o
romántica que sea. Naturalmente, espero que usted asista tanto al duelo
como a la fiesta de la noche. Para que no deje desatendidas sus
ocupaciones durante mucho tiempo, volveremos el domingo por la tarde.
¿Le parece bien?
El
Padre Brown asintió con la cabeza, afirmando estar de acuerdo en todo
con su gigantesco amigo y salió a despedirle a la puerta del despacho.
Vio cómo se alejaba la imponente figura de Flambeau, mientras él rumiaba
sus asuntos, con aquel rostro ensimismado que tanto desconcertaba al
gascón y a cuantos le habían conocido alguna vez.
Llegó
la mañana del sábado. Lloviznaba ligeramente en la ciudad. Flambeau fue
hasta Camberwell a buscar al cura, el cual iba pertrechado con su
famoso paraguas de extraño puño, una maletita con lo más necesario y un
libro de horas.
El
detective francés se quejó de la lluvia y del retraso que eso les
causaría pero, animado por el sacerdote, emprendió rumbo a Woolcott
Manor, finca y mansión situada a las afueras de Londres, en una tierra
llena de pastos verdes, pequeñas casas de campo y carreteras
indescriptibles de tan malas y enrevesadas. Flambeau conducía su Rolls
Royce con suma maestría. Ya era
Durante
el trayecto contaron mil y una anécdotas, comentando sucesos del pasado
y del presente, acompañando su charla con el suave humo de la pipa del
Padre Brown y los puros que fumaba Flambeau. No hubo nada más digno de
reseñarse en aquel viaje, ni demasiado largo ni muy cansado. Gracias a
la buena conducción del detective y a que la lluvia no era muy intensa,
llegaron a su destino a las doce y media del sábado.
Al
llegar a la mansión, una espectacular edificación con dos pequeñas
torres a cada lado y una enorme puerta central, flanqueada por dos
estatuas, una la de la diosa romana Britania y otra la de la diosa
griega Atenea, el cura observó muchos automóviles aparcados a la
entrada, señal inequívoca de que habría bastantes invitados al duelo y
posterior festejo.
Aquellos
autos y la imparable velocidad a la que discurría el maquinismo moderno
azoraban un poco al Padre Brown, acostumbrado a la beatífica vida
eclesiástica, la cual no le había impedido conocer lo peor del mundo,
los pecados más perversos y los pecadores más malvados, y también los
más arrepentidos.
Como
Flambeau había previsto, fueron recibidos por Carter, el silencioso,
alto y corpulento mayordomo de la familia Woolcott, a quien ya conocía
de antemano, como ya se ha dicho en el relato de esta historia. Carter
se ocupó de que el mozo, Bill Barrett, apenas adolescente, de cara
pecosa y pelo color zanahoria, cogiera el abultado equipaje del
detective francés, cuyos seis pies de altura convertían al mozo Barrett
en casi un pigmeo.
El
cura fue acostumbrándose poco a poco a la penumbra de los vetustos y
limpios corredores y se dijo que, a pesar de lo que se piensa, a veces
la oscuridad es más conveniente que el fulgor para analizar un hecho con
claridad de pensamiento, aunque ese hecho sea muy oscuro o nuestro
pensamiento no sea demasiado claro. Lo cierto es que el curita detective
razonaba mucho mejor entre penumbras que en el alborear de un luminoso
día pero, como buen devoto de su fe, prefería la luz a las tinieblas.
Por
fin, Carter les abrió la puerta de roble que conducía a un lujoso salón
de techos altos, lámparas de araña, mobiliario de estilo victoriano y
exquisita biblioteca, cuajada de libros de leyes, códigos, cartografías y
catálogos de coleccionismo, además de muchas obras de la más selecta
literatura. Al abrirse la puerta, ante la asombrada mirada de Brown y
Flambeau apareció un grupito de personas de lo más encantador. La
mayoría eran miembros del foro, amigos del Magistrado, pero también
había otros que, de manera directa o indirecta, formaron parte del drama
que estaba a punto de ocurrir en Woolcott Manor. Se los presentaré a
ustedes, queridos lectores, igual que les fueron presentados al Padre
Brown y a Flambeau.
Pero
antes debemos conocer al anfitrión de la casa, al pobre Sir Wilfred,
quien luego sería tan vilmente asesinado. En aquel momento ni el cura ni
su gigantesco amigo podían imaginar que estaban estrechando la mano de
un hombre que iba a morir en seis horas. Es obvio que ni el propio Sir
Wilfred era consciente de que esas iban a ser las últimas seis horas de
su vida, pero ¿quién sabe cuándo va a llamar a su casa la pálida dama de
la guadaña, esa astuta y sorpresiva visitadora que tantas veces llega a
una casa sin dar previo aviso de su llegada?
Fue el propio Sir Wilfred quien salió a recibirles, estrechándole las manos a ambos. Era un hombre de unos cincuenta y ocho
-¡Bienvenidos
a mi humilde morada! -exclamó Sir Wilfred, con aquella vieja y absurda
expresión ('humilde morada') que gustan de repetir los que viven en
mansiones obscenamente lujosas. Luego continuó diciendo:
-Estoy
encantado de conocerle, Padre Brown. No sabe cuántas historias he oído o
leído en la prensa londinense acerca de su vida y los crímenes que ha
resuelto. Fue asombroso cómo cazaron usted y Flambeau a ese tal Kalón,
el mercachifle fundador de la maldita secta del Ojo de Apolo, el que
engañó y asesinó a la pobre Pauline Stacey... Me alegra mucho tener a
los dos aquí.
-Los
agradecidos por su hospitalidad somos nosotros -musitó el Padre Brown,
que llevaba sus botas manchadas con algo de barro, fruto de la llovizna
que habían sufrido desde Londres. Esas botas discordaban ante la
limpieza, la pulcritud y la magnificencia de la casa, y aunque a muchos
de los invitados les llamó la atención la desastrada forma de vestir del
sacerdote, nadie hizo el más leve comentario sobre el particular, ni
siquiera de forma privada.
-Sir
Wilfred, tengo entendido que va usted a batirse en duelo, ¿no? -dijo
Flambeau, sonriendo a la vez que guiñaba el ojo izquierdo.
-Sí,
ja, ja, ja... Y para celebrar la ceremonia en el campo del honor, como
es debido, tendré al mejor padrino con el que se puede contar. Pero
pasen y acomódense. Les presentaré a mi familia y al resto de los
invitados...
En
efecto, Sir Wilfred, como buen anfitrión, fue dando a conocer a cada
una de las personas que formaban ese pintoresco y adorable grupo. En
primer lugar, les llevó ante Eleanore, su amada esposa, una mujer de
melena larga de color castaño, cuyos ojos tiernamente azules hacían las
delicias de todo aquel que los miraba. Era algo más alta que el
Magistrado y, en aquella ocasión, lucía un hermoso y entallado traje de
raso blanco. En su mano derecha, el anillo de esmeraldas que Flambeau
había recuperado de las garras del falso vendedor de Biblias. El
detective hizo una reverencia ante la dama y barbotó algo en francés,
cualquier galantería que hizo ruborizarse a la dueña de la casa.
Seguidamente, Woolcott presentó a su hija Louise, una jovencita de unos
veinticinco años, vestida con mucha sencillez, más alta que sus padres,
de pelo moreno y penetrantes ojos verdes. Dicen que su rostro casi
siempre mostraba una sonrisa llena de encanto, pero en ese momento,
cuando Flambeau y el cura la conocieron, su semblante no podía ocultar
una tremenda tristeza. Los dos amigos ignoraban entonces cuál podría ser
la causa de aquella expresión tan desolada, pero pronto iban a
averiguarlo.
Tanto
Flambeau como el Padre Brown notaron que el Fiscal estaba algo tenso,
tal vez porque hasta hace poco más de dos meses, tanto Parks como
Woolcott pasaban ante todo el mundo como acérrimos enemigos, si bien
educados y cordiales, pero enemigos, en definitiva. Era Parks, sobre
todo, quien no podía perdonarle a Sir Wilfred ciertos hechos del pasado,
como ya se contó aquí: las rivalidades en el campo de la abogacía eran
habituales, pero su enemistad creció debido a que Woolcott alcanzó un
mejor puesto que él en el mundo de la judicatura. Por último, la espita
que vino a hacer saltar sus incidentales relaciones fue un pleito por
unas tierras cuya propiedad estaba en entredicho. En ese litigio el
propio Arthur Parks era parte interesada, pues reclamaba para sí la
posesión de esos terrenos, y fue Woolcott quien demostró que no le
pertenecían, con lo que le dejó sin puesto, sin tierras e incluso sin
honra. Aquello ya era agua pasada. Desde el pasado diciembre, tal vez
por aquello tan engañoso y fugaz del espíritu navideño, tanto Parks como
Woolcott habían depuesto las armas. Ahora eran los amigos más sinceros,
más leales y más confiados que pudieran existir.
Por
último, diremos que al Padre Brown, según me comentó cuando hablé con
él, le llamó la atención que el señor Parks fuera un hombre por un lado
tan meticuloso en sus asuntos legales y, por otro, tan distraído. Eso
nuestro amigo lo observó porque se dio cuenta de que, cuando Parks
volvió a sentarse tras saludarles a él y al detective Flambeau,
descubrió que llevaba un calcetín de color rojo y el otro de color
verde. En aquel momento no le dio la más mínima importancia pero más
tarde volvería a pensar en aquella distracción tan absurda e
inexplicable.
Luego
de conocer a Parks, el Magistrado les presentó al Juez Óliver Thorpe,
un carcamal de setenta años, casi sordo y de mirada de topo. Nadie se
explicaba que Parks hubiera elegido un padrino tan poco capacitado pero,
como se trataba de un “falso duelo” y tal vez por los lazos de amistad
que unían a Thorpe con los dos contendientes, su presencia allí estaba
más que justificada. Tras saludar al señor Thorpe, Sir Wilfred tuvo la
amabilidad de hacer los honores con el capitán George Gallagher, un
joven irlandés, muy apuesto y de mirada oscura y decidida, que estaba
allí como invitado de la familia. Woolcott, tan aficionado a la caza y
las armas de fuego, comentó de forma fría y envidiosa que Gallagher era
un excelente tirador. Entonces ni Flambeau ni Brown le dieron mucha
importancia a ese hecho pero, una vez que fue cometido el crimen, en
esos primeros instantes de horror todas las miradas se volvieron hacia
el capitán irlandés.
Completaban
el grupo otras dos personas: el señor Henry John Redvill, un viejo
anticuario al que los dos rivales trataban con cierta frecuencia, pues
ambos le conocían por su mutua afición a las armas y al coleccionismo.
De hecho, algunas de las colecciones de Sir Wilfred las había adquirido
en la tienda de Antiquités
de Redvill. El anticuario era hombre de movimientos lentos, muy
parsimonioso y de habla susurrada, casi ladina. Al Padre Brown le
impresionó conocer a aquel personaje: su delgado cuello estaba lleno de
arrugas y asomaba por entre su camisa como el de una tortuga que se
asoma desde su caparazón. El anticuario señor Redvill era, sin duda, una
tortuga, una vieja y arrugada tortuga, de mirada bizca y labios
delicados. Por último, Flambeau se extasió ante la mirada de la joven
Artemise North, la dama más hermosa de aquel conjunto de personalidades
tan dispares. La señorita Artemise North aún era soltera, se dedicaba al
periodismo y, como conocía a Sir Wilfred porque éste, de forma muy
gentil y desinteresada, le había prestado algún dinero en ciertas
ocasiones, quiso corresponder a la amistad del Magistrado presentándose
en la casa y ofreciéndose para ser la cronista del evento social, ya que
la señorita North trabaja para el Evening Star.
El Padre Brown notó en la mirada de su amigo que este acababa de
enamorarse de nuevo una vez más y dejó ver una leve sonrisa que ninguno
de sus interlocutores supo a qué atribuir.
-¡El
duelo se celebrará esta tarde a las seis, antes de que el sol caiga!
-aulló Sir Wilfred. -Damas y caballeros, acompáñenme al comedor
principal. Mis cocineros les han preparado un comida tan exquisita que
no podrán olvidarla en su vida.
El
infeliz de Sir Wilfred ignoraba entonces que en poco menos de seis
horas, tras aquella comida tan opípara como suculenta, su cuerpo yacería
boca arriba, junto a los jardines que con tanto esmero había cuidado,
sobre un charco de espesa sangre y con una terrible expresión de espanto
fija en sus ojos, ya sin ningún brillo ni asomo de vida. Tan aciago y
cruel es el hado de la fatalidad con los humanos.
[CONTINUARÁ...]
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sábado, 7 de abril de 2012
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (2) [Dedicado a CAMINANTE]
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