Enviado a las 06/06/2011 00:17:56 | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (3) [Dedicado a CAMINANTE] | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(3)
Como
solía ser costumbre en aquella época -costumbre tan absurda como
trasnochada-, las damas dejaron solos a los caballeros y se fueron a
tomar unas infusiones con algunas pastas de añadidura al saloncito
verde, contiguo al comedor y más coqueto que el deslumbrante y enorme
salón principal donde se habían hecho las presentaciones, en tanto que
los caballeros llegaron al salón de juegos, donde tomarían las copas y
fumarían sus puros. Todos, excepto los no fumadores (el anticuario
Redvill y el juez Thorpe) y nuestro amigo, el Padre Brown, que se
aferraba a su pipa de madera de brezo como uno de esos indígenas de
alguna tribu lejana y extraña que no dejan de agarrar los talismanes de
su primitiva y sencilla religión.
Así
como la comida había discurrido sin el menor incidente, la sobremesa en
el lado masculino llamó la atención por lo acalorado de las discusiones
y el ambiente tenso y enrarecido. Lo que empezó como una cordial
reunión de amigos fue derivando en pequeños reproches e insinuaciones.
Todo lo que se contará ahora me fue revelado por el cura amigo mío, así
que sé de buena tinta lo que sucedió allí y lo trascendental que
resultaron algunas de aquellas palabras para la resolución final del
misterio. Es cierto que he debido rellenar los huecos que la prodigiosa
memoria del Padre Brown me ha dejado en blanco pero no he añadido nada
más que lo justo y necesario para que, sin faltar a la verdad, mi relato
estuviese dotado de cierto sabor literario.
Sir
Wilfred estaba ansioso porque llegaran las seis para dar comienzo al
gran duelo, a aquella ordalía o juicio de Dios que depararía quién era
el tirador más rápido, ya que no otra cosa se disputaba, o al menos esa
era la apariencia inicial del asunto. Por su parte, el Fiscal Parks
contiuanaba tenso y envarado, muy derecho y enhiesto, como si algo le
molestase, y a Brown le siguió pareciendo que era hombre demasiado
distraído para haberse metido en un reto como aquel, que requería una
total atención, precisión y la máxima rapidez. Se equivocaba nuestro
amigo en ese punto, pero no anticipemos la narración de los hechos.
Muchas
cosas unían a los antaño dos rivales: tanto el Magistrado como el
Fiscal temían hacer el ridículo en los jardines de Woolcott Manor y
comentaron que habían estado ejercitándose en su finca (Sir Wilfred) y
en una galería de tiro de Londres (el sr. Parks). Todos escuchaban la
peroración del singular y bondadoso Sir Wilfred, salvo el Padre Brown
que, en aquellos instantes, se puso a charlar con mucha dificultad con
el juez Óliver Thorpe (lo difícil era vencer la sordera del anciano
jurista) y con el taciturno señor Henry J. Redvill, el anticuario.
Carter
transitaba de mesa en mesa, sirviendo los licores preferidos por cada
invitado. Su celo era proverbial, su discreción, permanente, y su
flemática pose parecía demasiado exagerada incluso hasta para un
británico. En cuanto hubo servido la primera remesa de bebidas, fue
autorizado a dejar el salón, pues los caballeros podían servirse solos y
requerían al mayordomo en otras tareas de la casa.
Al
poco rato, serían ya las tres de la tarde, Sir Wilfred insistió en
enseñarles a todos una sorpresa. Pidió que Parks le acompañara y juntos
salieron del salón de juegos. Quedaron los demás en vilo, aguardando qué
podría ser lo que aquellos dos caballeros iban a mostrarles. No
tuvieron que esperar un rato largo porque enseguida regresaron, Sir
Wilfred con un estuche de piel granate bastante grande, y Parks con una
cajita de madera diminuta.
-Queridos amigos -comenzó Sir Wilfred, exultante de gozo-, este estuche contiene las armas del duelo. Pertenecen a mi
Redvill
disfrutaba con las elogiosas palabras que Woolcott le acababa de
dirigir, haciendo una mueca que no se sabía si era de sonrisa o de
sarcasmo. A Flambeau también le encantaban las armas de fuego; no en
vano, él llevaba siempre consigo un revólver, para estar listo ante
cualquier caso que requiriera su uso. En cambio, el Padre Brown bostezó
un poco ante la visión de aquellos juguetes aniquiladores y era que,
entre la abundante comida y los licores ingeridos, el ansia de sueño iba
ganando terrero en su cuerpo, al igual que en el de algunos otros
comensales.
-Querido
Arthur -dijo Sir Wilfred, dirigiéndose a su estirado contrincante-,
¿quiere enseñarles su contribución a los mecanismos del duelo?
-¡Lo
haré encantado, Sir Wilfred! -y tras pronunciar estas palabras, abrió
la pequeña cajita de madera marrón que portaba y ante los atónitos ojos
de los circunstantes aparecieron dos balas, perfectamente encajadas en
sendos huecos del forro interno de la caja. Luego continuó: -Caballeros,
estas son dos balas de fogueo reglamentarias y totalmente inocuas. Las
he adquirido recientemente y están a disposición de cualquiera que desee
examinarlas. De hecho, Sir Wilfred ya ha comprobado que son totalmente
inofensivas y que ninguno de los dos correremos el menor riesgo.
Al
Padre Brown el asunto de las balas de fogueo ya le interesó un poco
más, dado que la pistola en sí no era dañina, salvo cuando estaba
cargada por el mismísimo Diablo, cosa que él juzgaba que ocurría
siempre. El juez Thorpe apenas entendía nada de lo que estaba sucediendo
allí y, tanto Flambeau como el Capitán Gallagher mostraban el atento
rostro de dos connoisseurs del campo de las armas. Redvill, que
de cuando en cuando bizqueaba, había dejado de sonreír y su mirada
vagaba alternativamente de la caja de balas a las caras de los demás.
Parks cerró al fin la cajita, al igual que Woolcott hizo lo propio con
el estuche y ambos los depositaron en una repisa del salón de juegos,
aunque los dos objetos estaban antes colocados en el salón principal,
donde Woolcott exhibía la mayor parte de sus colecciones.
Dejaron,
pues, allí los instrumentos del duelo, los fatales instrumentos de la
venidera tragedia, y se pusieron a discutir. Sí, porque ahí fue donde se
dieron inicio los reproches e insinuaciones que antes hemos mencionado:
-Sabe
una cosa, Sir Wilfred -soltó el Capitán Gallagher-, no entiendo cómo u
hombre de su posición, sensatez y buen juicio se presta a estos
jueguecitos absurdos y, en cambio, no accede a mi petición... Disculpe
que se lo diga en este tono pero hierve mi sangre irlandesa cuando veo
que una flor tan hermosa como su hija caerá mustia y abandonada en el
barro del camino.
-¡¿Cómo
se atreve, Gallagher?! ¡Y delante de mis invitados! Esa es una cuestión
personal entre nosotros. -Exclamó Sir Wilfred, rojo de ira, y eso que
él era hombre templado y afable- ¡Oh, cómo me arrepiento de haberle
invitado aquí...! No hablaré más de asunto pero sepa que su carácter,
tan impulsivo como desconsiderado, me lleva a negarle una vez más la
mano de mi hija. Y no lo repetiré, Gallagher. Si fuera usted un
caballero, jamás se hubiera atrevido a hacerme esa insinuación delante
de personas que no tienen por qué enterarse de nada de esto.
-Está
bien, Sir Wilfred, callaré y acataré su determinación. Incluso me iré
ahora mismo de esta casa... -amenazó el fogoso irlandés.
-No
hace falta que lleguemos hasta ese extremo -terció el señor Parks, con
firme voz, pero exquisitos modales. -Ante todo, al igual que mi amigo,
el Magistrado, deseo que hoy reine aquí la paz y la armonía. La
enemistad que ha habido entre nosotros cesó y no tolero ver sufrir a mi
amigo Woolcott. Les ruego olviden lo que acaba de suceder, aunque...
¡advierto al Capitán Gallagher que, como incurra en una nueva salida de
tono, no será necesario que abandone esta finca porque seré yo mismo
quien le eche a patadas!
-¡Bravo!
-dijo el Juez Thorpe levantando su copa, que en su mente cansada y
difusa pensaba que estaban hablando de viejas batallitas del Ejército.
-Todos
saben -siguió Parks- que en el pasado yo odiaba a Wilfred Woolcott,
pero hemos superado nuestras diferencias. O, mejor dicho, yo he superado
la envidia que me corroyó cuando mi buen amigo alcanzó ser Magistrado y
yo quedé en simple Fiscal, tan amargado como inútil. Y he superado en
golpe de perder unos terrenos que creí me pertenecían por el engaño de
un timador al que aún no hemos echado el guante. Lo pasado, pasado.
-¡Aplaudo
lo dicho, señor Parks! -exclamó Flambeau elevando su copa, a lo que el
Juez Thorpe volvió a levantarla, gritando nuevas aleluyas y bravos.
-Aún
no he terminado -continuó Arthur Parks. -Mi amigo Wilfred no es el
único con el que he tenido pleitos. También he discutido a veces con el
propio Capitán Gallagher, a quien conozco por haber llevado los asuntos
legales de su familia. E incluso he tenido mis disputas con Redvill,
este viejo y buen amante del coleccionismo. Un viejo que ama todo lo
antiguo y al que en más de una ocasión me he visto obligado a sermonear
por sus mezquinas pretensiones. Pero todo se ha olvidado, ¿verdad,
Redvill?
El
aludido mostraba una cara de asombro y estupefacción. Es seguro que no
se esperaba aquel dardo, pero hubo de responder rápido al sentir
zaherido su orgullo. Habló entonces y sin dejar de bizquear, aún más
nerviosamente:
-Oh
por supuesto. Lo que dice el señor Parks es muy cierto. Para los que no
lo sepan les diré que alude a la lujosa e inmensa colección de
antigüedades del difunto Lord Craven. Ambos acudimos a Christie's de
Londres para pujar por ella, dado que contenía algunos cuadros y objetos
de singular belleza. El señor Parks me ganó en la puja, pero no
entiendo por qué ha dicho lo de mis mezquinas pretensiones. Creo que
pujé en buena lid, señor.
Parks,
tan serio y tenso, sonrió por primera vez en toda la jornada, o al
menos en el tiempo en que el Padre Brown y Flambeau estuvieron en
Woolcott Manor. El Fiscal apagó el fuego que él mismo había provocado
con estas palabras:
-Nadie
está libre de pecado, ¿verdad, Padre Brown? Me refería al incidente de
la puja pero aún mas a algo que Redvill no ha querido contar. Dejémoslo
aquí pues no deseo ser yo el que se salte el buen clima de paz y armonía
al que antes he aludido. Quiero decir, en fin, que espero no haya más
disputas entre los recios muros de esta mansión. Brindemos, pues,
caballeros... ¡Por Sir Wilfred, nuestro generoso y amable anfitrión!
¡Por el hombre más justo, más sabio y sagaz de Inglaterra! Salud, Sir
Wilfred...
El
Capitán Gallagher abandonó inmediatamente la estancia y nadie lo volvió a
ver hasta que todos se reunieron en los jardines de la mansión para
celebrar el duelo. Redvill dijo que iba a subir a su cuarto para echarse
una siesta, así que también se esfumó en cuanto pudo. Wilfred Woolcott y
Arthur Parks salieron juntos para dar un paseo por los jardines y
disponerlo todo para la hora de su glorioso torneo de caballeros.
Flambeau y el Padre Brown subieron a sus habitaciones, puesto que el
curita también deseaba descansar del viaje y de aquella acumulación de
acontecimientos. Quedó, por tanto, solo en el salón de juegos el
honorable Juez Thorpe, ya que les dio reparo despertarle. Y allí
permaneció intensamente dormido hasta que llegaron de nuevo para coger
las armas de fuego.
Mientras
se encaminaban hacia sus habitaciones, el Padre Brown y Flambeau
comentaron algunos de los recientes hechos que habían podido presenciar.
Fue una conversación muy breve:
-¿Qué le han parecido esas agrias rencillas, amigo? -musitó el sacerdote.
-Ils m'ont laissé surpris et peureux devant l'orage qui s'approche...
-dijo el gigante, barbotando en francés y es que, cuando Flambeau se
hallaba presa del nerviosismo, no solía hablar más que en su lengua
natal, olvidando que el curita casi no le entendía. Luego se dio cuenta y
se tradujo a sí mismo: he quedado sorprendido, perplejo y temeroso ante
la tormenta que se nos viene encima, querido amigo.
-Sí,
coincido con usted. Nuestros temores, antes solo una pálida sombra, van
cobrando cuerpo, tomando una forma diabólica en algo que aún no acierto
a ver pero que casi he tenido delante de mis ojos ahora mismo.
Y
poco más dijeron. Flambeau acompañó a Brown hasta la puerta de su
dormitorio y luego fue al suyo para echarse en la cama, sin llegar a
dormir, pues su cerebro bullía con las mil imágenes fantasiosas de dos
huidizos duelistas, dándose muerte de varias formas: a florete, a sable,
a punta de pistola. Brown sí que logró echar un sueñecito, hasta que
dieron las cinco en un reloj carillón del pasillo del segundo piso,
donde estaban alojados, y ya no pudo conciliar el sueño. Una hora
después iba a comenzar el duelo. El cura sintió que le invadía una
extraña sensación de angustia. Rezó algunas oraciones y dejó correr
aquella angustia, tan insana en su juiciosa opinión.
Sir
Wilfred, tras conducir a las damas a unas sillas estampadas en lujosa
tela que habían colocado en los jardines para que, a guisa de los
antiguos torneos entre caballeros medievales, las señoras pudieran
contemplar el espectáculo plácidamente sentadas, llamó a su lado a Parks
y le conminó a que se pusiera su traje de gala, de rigor en los
duelistas, consistente en una levita negra, sin forro ni algodonado,
lazo azul claro, un sobretodo de color oscuro, cuyo cuello había de
estar levantado para ocultar el color blanco de la camisa, guantes
grises de cabritilla y zapatos negros de piel.
Ya
vestidos con el traje más o menos reglamentario, ambos amigos fueron en
busca de los otros caballeros. No hubo que procurar mucho su presencia,
pues la mayoría se presentaron motu proprio, excepto el
Capitán Gallagher, que rehusó asistir al duelo y decidió quedarse en la
casa, y el Juez Thorpe. Fue muy divertido porque, cuando Woolcott y
Parks casi le habían olvidado pero en el momento que llegaron al salón
de juegos para coger las pistolas y las balas, soltaron una enorme
carcajada al ver al buen Juez Thorpe tan serena y profundamente dormido.
Hubo que darle agua en cantidad y un par de cafés, pues estaba un
poquito achispado. Consiguieron que se arreglara el traje, arrugado por
haber estado hecho un ovillo en su butacón, y le sacaron fuera, no sin
dejar de reír por aquella visión, última visión risueña para el
infortunado Sir Wilfred.
He
de señalar que hubo un incidente digno de mención: Sir Wilfred, al
sacar las armas del estuche, encontró un papelito, apenas una trozo
minúsculo, enrollado y metido en el estuche de las pistolas. Lo
desenrolló y leyó una palabra escrita en letra minúscula y como si la
hubiera garabateado alguien sin estudios. La palabra era: “enemiss”.
Aunque le sorprendió sobremanera, nada dijo a Parks ni a Thorpe, para no
demorar la celebración del duelo. Colocó el papelito dentro del
estuche, lo cerró y lo dejó sobre una mesa.
También
es muy importante consignar aquí que, antes de que salieran del salón
de juegos, Parks sacó las balas de la cajita sin apenas prestarles
atención y, delante de Sir Wilfred y de Óliver Thorpe, tomó los
proyectiles en su mano, aún sin enguantar, cargó las dos pistolas y puso
la cajita vacía de las balas en otra mesa distinta donde el Magistrado
dejó el estuche de sus armas. En ese mismo momento abandonaron el salón,
entre risas y chanzas a costa del aún adormilado Juez Thorpe.
Eran ya las seis menos diez cuando los dos contendientes hablaron con sus respectivos padrinos: Parks no dejaba de alternar su
Como
sabrán los lectores, hay muchas formas de celebrar un duelo. En aquella
ocasión, decidieron que fuera un “duelo marchando”, es decir, que ambos
duelistas se pusieran espalda contra espalda, se apartaran el uno del
otro caminando una distancia (en aquel caso, dispusieron que fuera de 25
pasos cada uno) y, a la señal del árbitro del duelo (al Padre Brown le
cupo el honor de ser el árbitro aquella vez, dado que no podía serlo
ninguno de los padrinos), se dieran la vuelta y dispararan, aceptándose
de antemano que ganaría quien disparase primero. No era duelo a muerte,
ni por causa de honor, así que no era importante la puntería sino la
rapidez.
Examinados
estos puntos, aceptados por las dos partes y deseándose mutua suerte
cada uno de ellos, Wilfred se colocó a espaldas de Parks y este hizo lo
propio. Ya estaban espalda contra espalda, con las semiautomáticas en
ristre y cierto nerviosismo que podía adivinarse por el leve temblor de
sus manos. Flambeau hubo de darle un cariñoso y leve toque al Padre
Brown para que diera la señal de marcha, ya que el curita estaba
extasiado de nuevo, inmerso en sus profundas ensoñaciones. Dio la señal
de inicio de marcha y los duelistas fueron contando en voz alta cada
paso que daban: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco...”
El
sol aún brillaba en la lejanía, aunque cobraba tintes rosáceos y casi
sangrientos, signo inequívoco de que los carros de Faetón iban
completando un día más su incesable y eterna carrera hacia el abismo de
la noche. Los jardines lucían hermosísimos, tan verdes y mullidos, y las
damas contenían la respiración ante cada paso que daban el Magistrado y
el Fiscal.
Dieron
los veinticinco pasos. Esperaron unos segundos a la nueva señal del
Padre Brown. Volvieron sus espaldas, se miraron durante unos minutos.
Sir Wilfred era quien estaba más alejado de la casa, con los ojos
vueltos hacia los ventanales que estarían a unos veinte metros de
distancia y desde los que se atisbaba una sombra extraña y fugitiva que,
al principio, sólo pudo ver el propio Magistrado. Nadie advirtió la
presencia de aquella sombra.
Por unos instantes pareció que el tiempo se
hubiera detenido en los jardines de Woolcott Manor: las dos figuras
enhiestas, una más alta que la otra; los dos hombres, inmóviles, como
paralizados, apuntándose uno al otro; los dos caballeros de la
judicatura, uno frente al otro, y todo lo demás, el resto del Universo,
era como si no existiera.
Al
pronto creyeron los invitados que no ocurriría nada pero enseguida sonó
una detonación seguida de otro ruido que pareció un eco o un segundo
disparo. Todos miraron a los duelistas, paseando alternativamente su
mirada de Wilfred a Parks, y de Parks a Wilfred. Casi al instante de
oírse el segundo ruido, fuera nueva detonación o un eco del primero, el
cuerpo herido de Sir Wilfred cayó sobre la hierba, tras un horrísono
grito, mezcla de espanto y de dolor.
El
cuerpo aún vivo de Sir Wilfred, con una espantable faz de terror, quedó
boca arriba, sobre la hierba, mientras su propia sangre se mezclaba con
el rojo del atardecer. El sol estaba en su ocaso, igual que aquel
hombre, aquel “sol de la justicia”, por una fatalidad del destino,
estaba a punto de convertirse en occiso.
[CONTINUARÁ...]
|
Buscar este blog
viernes, 11 de mayo de 2012
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (3)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario