Enviado a las 07/06/2011 20:22:02 | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (4) [Dedicado a CAMINANTE] | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(4)
Parks
arrojó al suelo su pistola, corrió a la velocidad del rayo y anduvo
toda la distancia que le separaba del lugar donde había caído su amigo.
Pronto observó que Sir Wilfred, agonizante y retorciéndose de dolor,
estaba herido en pleno pecho, del cual manaba abundante sangre.
Lo
que más aterrorizó al Fiscal fue ver la trágica expresión de horror, la
mueca macabra y del extrañeza del pobre Magistrado, que por un momento
pareció querer incorporarse para hablar. Pero en aquellos fatales
segundos de vida, vomitó un poco de sangre por la boca y, antes de
exhalar su último aliento, apenas musitó unas cuantas palabras al oído
del señor Parks, que se había inclinado para escucharle con más
atención:
-Le perdono... a usted... Busquen... el papel... Es... enemiss...
Y
expiró. No dio tiempo a que terminara aquella frase postrera. Entonces,
el señor Parks cerró los ojos, maldijo aquella desventurada tarde y
gritó. Al Padre Brown le pareció que aquel estruendo de desahogo era
auténtico. El segundo en llegar, justo tras los pasos de Parks, fue
Flambeau, que oyó claramente cómo este maldecía su mala suerte y se
echaba la culpa de lo que había pasado. Luego apareció Louise Woolcott,
que se encaró con el Fiscal, reprochándole su malvada acción con estas
palabras:
-¡Asesino,
es usted un asesino! Ha estado fingiendo estos dos meses, pérfida
víbora envidiosa. Dos meses de hipocresía en los que se ganó la
confianza de mi pobre padre para ahora asesinarle delante de todos y sin
piedad... ¡Me da usted asco...!
Los
demás aparecieron en el instante en que un atónito Parks permanecía
pálido, mudo y perplejo ante las acusaciones de la hija, la cual se
inclinó ante el cuerpo de su difunto padre, mezclando su amargo lamento
con palabras ininteligibles.
Como
era lo más natural, la señora Eleanore Woolcott también lloraba sin
consuelo, al tiempo que pedía el socorro de un médico, ignorante de que
ya nada podía hacerse por salvar a su marido.
Por
su parte, aunque estaba totalmente conmocionada, la joven periodista,
Miss Artemise North, aseguró a todos que, saliendo de una de las
ventanas de la mansión, había visto con claridad el brazo de un hombre
empuñando una pistola y apuntando al exterior. Eso le llamó la atención y
en cuestión de segundos fijó su mirada en ese punto. Por lo que ella
juzgaba, y así lo declaró después, la segunda detonación que oyeron fue
ni más ni menos que un disparo que aquella sombra extraña había
realizado desde esa ventana de la casa, que daba a los jardines.
Muy decidido y sin pensarlo dos veces, el humilde sacerdote llamado Brown se inclinó ante el cuerpo sin vida de Sir Wilfred,
mientras recitaba una última absolución para el alma del buen jurista y
algunas oraciones que en el credo católico se reservan para estos casos
desesperados. Al agacharse, una ráfaga de viento hizo que su sombrero
negro y picudo, característicos de los clérigos de entonces, saliera
volando, mientras él miraba al cielo, sorprendido. Por un momento, una
idea extravagante cruzó su mente: la idea de que aquella ráfaga de
viento era el alma de Sir Wilfred, camino de la luz del Creador.
Los
demás quedaron paralizados por el hecho en sí. El anticuario Redvill no
dijo ni media palabra pero no dejaba de bizquear, mientras el
adormilado Juez Thorpe no comprendía nada. El pobre viejo creyó en un
principio que nadie había disparado su arma, puesto que él no había oído
ningún ruido. En esos instantes de terror, Parks se acercó al cura y le
confió las últimas y misteriosas palabras que el Magistrado Woolcott
había pronunciado.
En
tanto se desarrollaba aquella escena de tragedia, Flambeau corrió como
un gamo, con un doble objetivo: debía avisar por teléfono a la policía
para contarles lo acaecido, además de dar parte a un médico, a sabiendas
de que ya ningún doctor podría hacer nada por el Magistrado; en segunda
instancia, tenía que descubrir quién era la sombra tras la ventana,
aunque su mente se maliciaba que no podía ser otro que el Capitán
Gallagher, el cual habría disparado su arma por un motivo que el
detective francés no era capaz de imaginar, si es que realmente había
disparado contra Sir Wilfred, de lo cual no estaba seguro. Flambeau daba
grandes zancadas, camino de la casa, al tiempo que se acordó de que
alguien le había dicho que Gallagher era, sin duda, el mejor tirador de
cuantos allí estaban.
La
señora Eleanore Woolcott, en cuanto el Padre Brown hubo terminado sus
rezos, se agachó y al instante se abrazó al cuello de su difunto esposo,
entre lágrimas de infinito desconsuelo. Del igual modo, Louise, la cual
aún ahora se había vuelto a sentar, sollozaba sin dejar de maldecir
contra el señor Arthur Parks. Pese a que, durante un rato, la joven
damisela se había tapado la cara con ambas manos, alzó luego su delicado
rostro, dejando ver su fina y tersa piel pálida, cubierta de un rubor
enrojecido por el llanto más profundo y la rabia más absoluta.
Al poco rato, regresó Flambeau, anunciando que ya se había llamado tanto a los agentes de la autoridad como al médico.
-Con todo, no he podido encontrar a ese filibustero del Capitán Gallagher por ninguna parte, mon Pére.
-susurró Flambeau al oído del cura. - Carter afirma que le vio correr
hacia la entrada de la casa poco después de que se oyera la detonación.
He salido un momento afuera y, sí, he comprobado que el coche de
Gallargher también ha desaparecido... Bufff, como la policía tarde
demasiado será muy difícil dar con ese endiablado irlandés. De veras que
no entiendo cómo ha podido suceder esto, amigo Brown... Mon Dieu, ¡pero si las balas eran de fogueo!
-Oh,
mi buen Flambeau, no me sea tan cándido -musitó el sagaz sacerdote,
siguiendo la misma juiciosa forma de confidencia, para evitar que los
demás les oyeran. -Ante el extraño y aparentemente insoluble suceso de
que un hombre muera por una pistola que suponíamos cargada con una bala
de fogueo, caben varias posibilidades: la primera que se me ocurre a
bote pronto es que alguien pudiera haber cambiado las balas de fogueo
por otras realmente mortales. La cuestión es averiguar quién lo hizo,
cuándo cambió las balas y por qué razón. La segunda no requiere que
nadie manipulase las armas y me ha sido sugerida por lo que ha dicho esa
periodista, la señorita North: la mano casi invisible que empuñaba una
pistola contra Sir Wilfred ha querido hacer coincidir el sonido de las
balas de fogueo con el de una bala mortal. De ahí la doble detonación
que hemos escuchado.
-Sigo
creyendo que esta historia es irreal, como si fuera una pesadilla de la
que despertaré en mi apartamento de Westminster. -musitó el gigante.
-Nada
de eso. Por desgracia para Sir Wilfred y su apenada familia, todo ha
sucedido realmente. Ya se habrá dado cuenta, Flambeau, de que, como nos
habíamos temido, este no era un “duelo falso”... O, tal vez, fue un
duelo donde todos hemos sido engañados, igual que el mago crea ante
nosotros una falsa ilusión, deslumbrándonos con el efecto de su truco.
En otras palabras: se nos ha engañado porque parte de la falsedad del
duelo estribó en el trágico hecho de que ni los invitados ni ninguno de
los duelistas era consciente de que cualquiera de ellos dos podía morir.
Flambeau
no había pensado en eso pero, al decirlo su amigo el sacerdote, se dio
cuenta de que era cierto. Alguien, ya hubiera manipulado las armas, ya
hubiera disparado desde la casa, engañó a los duelistas, que ignoraban
que podrían morir. Entonces al Padre Brown se le iluminó la cara, pues
una nueva idea atravesó sus ojos grises como un rayo. Luego dijo:
-Sin
embargo, eso de cambiar las balas de fogueo por otras de verdad es muy
arriesgado. Acabo de darme cuenta, querido Flambeau, de que el asesino,
quienquiera que sea, en el caso de querer deshacerse del pobre Sir
Wilfred, debió cambiar las dos balas necesariamente,
porque no podía saber cuál era la pistola que elegiría el Magistrado ni
la que eligiría Parks, lo que nos lleva a la conclusión de que, si Sir
Wilfred hubiera sido más rápido que el Fiscal, a estas horas el muerto
sería Parks y no Woolcott. En fin, debemos meditar más despacio sobre
estas cosas y, ante todo, hágame un favor: lleve a la familia del
difunto de nuevo a la casa. Que nadie proteste ni salga del lugar. Le
dejo a cargo de todo, ¿de acuerdo? Yo me quedaré aquí, velando el
cadáver de Sir Wilfred, mientras llegan los agentes del Yard y el
médico. Aprovecharé para seguir rezando por el alma de este hombre y
para ver si encuentro alguna pista. No espere más. Llévelos a la casa,
amigo...
Flambeau
nunca discutía las órdenes del Padre Brown, y menos cuando se hallaba
tan nervioso como en aquella ocasión. El caos se había adueñado de
Woolcott Manor. Por ese motivo al detective gascón le costó un buen rato
convencer a aquel variopinto grupo de personas de que lo más juicioso
era volver al interior de la casa. Tras unos minutos, logró conducirles,
igual que el buen pastor guía a sus ovejas hacia las verdes praderas.
Brown observó la escena del regreso y, cuando se hubo quedado solo, sin
dejar de recitar sus oraciones, siguió rumiando todo cuanto había visto y
oído, dando pequeños paseos por los alrededores del lugar donde se
había producido aquel extraño y truculento drama.
En
uno de aquellos cortos paseos observó por azar el tronco de un árbol
que estaba alejado del muerto pero, en cambio, no demasiado lejano de
donde se habían dispuesto las sillas para que las damas observaran el
duelo. En el tronco del árbol pudo ver la madera astillada y se dijo
que, sin duda, la segunda detonación no fue un mero eco. Un arma,
distinta a las del duelo, se había disparado y el proyectil había dado
en ese árbol. No podía recordar quién estaba cerca del árbol, pero se
convenció de que el invisible y silencioso tirador de la ventana no
apuntó a Sir Wilfred, sino a otra persona, pues el árbol estaba algo
lejos del cuerpo del fallecido.
Aún
hizo otro pequeño pero interesante descubrimiento. Aunque el padre
Brown no estaba del todo familiarizado con las nuevas técnicas
policiales, sabía que ya se recogían huellas e impresiones digitales.
Por tanto, cogió un pañuelo y envolvió con él la pistola de Woolcott,
que había rescatado del suelo, a fin de evitar que sus huellas borraran
las de alguien que la hubiera manipulado. Con mucho tiento, abrió el
cargador del arma y observó que aún conservaba el proyectil en su
interior, lo que indicaba a todas luces que el Magistrado no pudo o no
quiso disparar antes que su rival. Muy despacio dejó esa pistola sobre
el césped, cogió de nuevo su pañuelo y fue adonde Parks había arrojado
su Mauser C-96. Repitió la operación: la envolvió con el pañuelo, abrió
el cargador y vio que estaba vacío.
Pensó
entonces que, sin duda alguna, la bala que mató al Magistrado salió del
arma de Arthur Parks, ya que la de la otra debía estar hundida en el
retorcido y astillado tronco del árbol. Con todo, decidió esperar a la
llegada de los expertos de la policía para que confirmasen sus
conjeturas.
Serían las siete de la tarde aproximadamente cuando llegaron dos coches más a la casa, coincidiendo al mismo tiempo: el auto
del médico del pueblo más cercano (Londres quedaba un poco lejos) y el
auto oficial de Scotland Yard, el cual sí que procedía de la capital,
puesto que en aquella zona de las afueras, con tan pocos habitantes, no
había puesto ni sede oficial del cuerpo de Policía.
La
figura imponente y atlética del delgado Inspector Grandison Chase bajó
del segundo automóvil, al tiempo que daba órdenes a sus dos acompañantes
de que entraran en la casa tras sus pasos. Eran estos dos jóvenes
alegres e inteligentes: el sargento Carruthers y el oficial forense, el
Dr. Tanner. Ambos llevaban pocos años en el Yard pero ya acreditaban la
suficiente experiencia como para afrontar cualquier problema criminal.
Por su parte, el Inspector Grandison Chase era un hombre fornido, a
pesar de su extrema delgadez, el cual lucía un abundoso y exagerado
bigote que le daba el aspecto de una morsa recién salida del mar.
Sonreía pocas veces y era un fanático del orden, la lógica y la ciencia
de la deducción. Sus métodos eran fríos, calculados, sumamente objetivos
y eso le había granjeado la confianza de sus jefes y le había hecho
acreedor de una bien merecida fama como detective, carrera en la que
obtuvo varios éxitos sonoros al resolver algunos casos realmente
intrincados. A esa carrera le había dedicado media vida, siempre al
servicio del Imperio de la Ley. Por último diremos que no era la primera
vez que se topaba con nuestros amigos Brown y Flambeau, los cuales le
habían ayudado ya en un par de ocasiones a desvelar ciertos casos que
ahora, queridos lectores, sería engorroso citar.
El
Inspector Chase entró en la casa, seguido de Carruthers y Tanner. Salió
a recibirles el mismo Flambeau, al cual dio un amistoso abrazo, imagen
ante la cual los demás invitados pensaron que asistían a la reunión de
dos afables gigantes. Flambeau ya le había participado al Inspector los
detalles más relevantes del caso, a los que añadió las últimas
reflexiones que Brown y él acababan de realizar hacía unos minutos.
Chase ordenó al sargento Carruthers que tomase las huellas de todos los
habitantes de la casa y, en especial, de los que asistieron al duelo,
incluidas las del difunto Sir Wilfred. Al Dr. Tanner le encomendó la
tarea de reconocer el cuerpo, así que, como ya se quedaría en la casa un
agente oficial, Flambeau condujo a Chase y Tanner hasta donde estaba el
Padre Brown, ángel custodio del pobre Magistrado.
Se
asomaba levemente la noche y la luna, con su corte de estrellas, cuando
el grupito de aquellos tres hombres llegó al lugar de la tragedia.
Pero, antes de alcanzarlo, observaron a lo lejos la sombra negra de un
ser que parecía tener cuernos y estaba inmóvil. Lo que al principio les
pareció una visión espantable, a la luz de las estrellas y con la
cercanía se fue transformando en la bondadosa faz del curita católico,
que permanecía enhiesto junto al cadáver de Sir Wilfred, como una suerte
de alegoría de la Sombra y el Ángel de la Guarda.
-¡Querido
Padre Brown...! -exclamó el Inspector Chase, muy alegre por haberse
reencontrado con su viejo amigo. -A mis brazos... Bueno, Flambeau ya me
ha informado de esta terrible desgracia. ¿Tiene alguna teoría acerca de
lo que ha pasado aquí?
Brown
no era dado a anticipar muchas de sus conclusiones. Era cierto que ya
sabía o intuía muchas de las cosas que estaban en el trasfondo de aquel
hecho tan truculento como escabroso, pero no gustaba de adelantarse a
los acontecimientos y, con muy buen juicio, respondió que aún había
muchos puntos oscuros en aquel caso. Mientras el Dr. Tanner examinaba el
cuerpo del difunto, el Padre Brown les lanzó a sus amigos algunas de
las preguntas que entre todos debían intentar responder:
-Inspector
Chase, aquí ha habido juego sucio, ya lo sabe. Por un lado, se ha oído
un disparo, efectuado a lo que parece por el sr. Parks. Por otro, dice
la señorita Miss Artemise North que ha visto la mano de un hombre
disparando hacia el lugar del duelo y yo he descubierto dónde ha podido
alojarse esa segunda bala. Vean ese árbol; creo que allí dio el segundo
disparo. Todo eso y lo que Flambeau y yo escuchamos a los invitados y a
nuestro anfitrión en el salón de juegos, me lleva a hacerles estas
preguntas, las cuales habremos de responder necesariamente para dar una
solución plena a este misterio. Primera: ¿quién y por qué motivo puso
las balas de verdad en las dos pistolas del Magistrado Woolcott?
Segunda: ¿estamos seguros de que fue el Capitán Gallagher quien efectuó
el otro disparo? Si no fue él, ¿por qué ha huido entonces? Pudo ser él,
pero... En todos estos años he aprendido a no precipitarme al juzgar a
las personas o sus comportamientos. Tercera: Parks dice que, antes de
morir, el Magistrado le perdonó y susurró las siguientes palabras:
“Busquen... el papel... Es... enemiss...” ¿A qué papel se refería el pobre jurista y qué quiso decir con eso de enemiss?
¿Estaba acusando a alguien o fue un delirio en plena agonía? Cuarta y
última, de momento: ¿A quién de los presentes le beneficiaba más la
muerte de Woolcott? Flambeau y yo sabemos que varios invitados le
odiaban o tenían cuentas pendientes con él pero ¿quién de todos tuvo los
motivos, los medios y la oportunidad para cometer el crimen?
[CONTINUARÁ...]
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viernes, 11 de mayo de 2012
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (4)
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