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DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (6) [Dedicado a CAMINANTE] | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(6)
Precisamente
fue Carruthers quien comunicó a Flambeau que aún no había novedad sobre
el Capitán Gallagher. A eso de las nueve de la noche llegó la
ambulancia y el coche del juzgado que iban a llevarse los restos
mortales del Magistrado Sir Wilfred Woolcott. Flambeau les indicó la
dirección de los jardines, donde estaban ya dos médicos: el Dr. Tanner y
el médico rural del pueblecito más cercano, que apenas ha hecho
aparición en esta historia pero que, en honor a la verdad, diremos que
se llamaba William Beck y que era un competente médico de la localidad
vecina.
Ambos,
Tanner y Beck, certificaron la muerte de Sir Wilfred, recibieron a los
enfermeros y auxiliaron al Juez de guardia que iba a levantar el
cadáver. Antes de marcharse, el Dr. Tanner asomó la cabeza por la puerta
de la sala donde vociferaba el Inspector Chase y dijo:
-Inspector,
vamos a traslador los restos mortales de Sir Wilfred a la Morgue.
Estaré allí si me necesita. Esta noche le daré por teléfono un informe
preliminar...
El
sargento Carruthers se unió al Dr. Tanner y casi se empujaron el uno al
otro ante la puerta, dando lugar a un cómico dúo, los dos en busca de
la atención de Grandison Chase, su superior:
-¡...Inspector
Chase -gritó Carruthers, presa del nerviosismo-, en las armas sólo
están las huellas de Sir Wilfred y de Parks, y en
El
Inspector dio las gracias a sus dos colaboradores. Despidió a Tanner,
el cual se marchó con la ambulancia, el Juez y el otro médico, el cual
dejó en la casa algunos calmantes para las señoras, tan afectadas por la
tragedia. Al poco, una sirena de sonido fúnebre y chillón proclamó por
todo el contorno que el célebre “León de la Magistratura”, Sir Wilfred
Woolcott, realizaba su postrer viaje, camino de la Morgue.
En cambio, Grandison Chase pidió al sargento Carruthers que volviera a
vigilar a los invitados y que, cuando viera todo despejado, tratase de
ir al árbol que les había enseñado el Padre Brown antes y procurara
extraer de él la bala disparada por la otra arma, poniendo mucho cuidado
en no dañarla o deteriorarla.
El
Dr. Tanner realizó esa misma noche la autopsia, la cual determinó que
el disparo del arma de Parks le había entrado en el pecho, muy cerca del
corazón, dejándole al herido tan sólo unos minutos de vida, los justos
para que pudiera susurrar sus últimas palabras sobre aquel papel extraño
y aquella aún más extraña palabra de “enemiss”.
En
efecto, a las once de aquella noche, Tanner comunicó por teléfono al
Inspector Grandison Chase su informe preliminar pero aún debieron
esperar al día siguiente para tener los resultados de las vísceras del
pobre jurista. Parece ser, y eso no llegó a publicarlo la prensa, que en
ellas, además de la comida y el alcohol, no se encontró droga alguna
que pudiera haber usado alguien para hacer que Sir Wilfred estuviera más
torpe o fuera más lento al efectuar su tiro en el duelo, disparo que no
se produjo.
Pero
antes de que ocurriera todo eso, Flambeau condujo al sargento y al Juez
Óliver Thorpe ante la presencia del Inspector y del sacerdote. Estos
dos discutían a cuenta del interrogatorio a Parks. Chase insistía en sus
dudas acerca del Fiscal, mientras Brown le defendía:
-¿Lo
ha oído usted? ¡En las balas sólo se han encontrado las huellas de
Parks! Es nuestro hombre, sin duda. Y usted casi no me ha dejado
interrogarle... ¿Acaso le está usted protegiendo?
-...Aunque
fuera por mi culpa que usted no pudiese terminar de interrogar al
Fiscal -decía Brown, en tono suave y discreto- eso no le da derecho a
decir que estoy protegiendo al principal sospechoso del crimen. No niego
que sea sospechoso pero él no lo hizo...
-Usted
me pidió permiso para que el Fiscal fuera a descansar y yo se lo di,
pero se me quedaron muchas preguntas en el tintero. Por ejemplo, ¿qué
hizo Parks entre la sobremesa y el comienzo del duelo, dónde estuvo,
tiene coartada o no? -vociferó el Inspector Chase, más enfadado que
nunca.
-Le
repito que el propio Parks le enseñó a Sir Wilfred y a todos nosotros
esas dos balas de fogueo. Eran como dos cartuchos normales pero, según
creo, no llevan bala, es decir, estaban vacíos... O eso creímos todos.
-¡Dice usted bien! -bramó Chase- ¡Eso creyeron todos, eso fue lo que Parks quería que creyeran todos!
El Padre Brown continuó con sus razonamientos:
-Las huellas en los cartuchos supuestamente de fogueo confirman que Parks colocó
las balas en las Mauser C-96 y, en ese sentido, nadie puede negar que
es el máximo sospechoso, pero aquí ha habido alguien muy astuto, alguien
sibilino que ha movido los hilos entre bastidores para que nadie
advirtiera su presencia. En fin, amigo Chase, no se inquiete: luego
tendrá ocasión de preguntarle a Parks dónde estuvo en el lapso de tiempo
que medió entre la sobremesa, cuando Sir Wilfred nos mostró las armas
semiautomáticas y hubo varias discusiones, y el momento en que llegaron
de nuevo al salón de juegos para cargarlas. Por cierto que, respecto a
lo que hizo el Fiscal entre una cosa y otra, ya le he dicho antes,
querido Inspector, que me parece haber visto a Parks y a Woolcott dando
un paseo por los jardines. ¿Eso le valdría como coartada o no?
-¡No
me vale, amigo Brown! Parks pudo cambiarlas antes, no lo olvide... O
poner otros cartuchos distintos a los que había enseñado, ¿no cree?
En
ese momento, Flambeau, Carruthers, de nuevo, y el Juez Thorpe se vieron
en la penosa obligación de interrumpir aquellas disquisiciones, pues se
hacía tarde y Carter no dejaba de aparecer por el salón y, de cuando en
cuando, asomaba la cabeza por la puerta para recordar a los caballeros
que la cena estaría lista en cualquier instante, pero que le avisaran,
por favor, que debía preparar la mesa, etc.
-¿Otra
vez usted, Carruthers? Por fin me libro de este persistente clérigo -y
eso lo dijo el Inspector en tono humorístico y para nada desdeñoso.
-Bien,
Carruthers. -interrumpió Chase, fumando otro cigarrillo. -Vuelva a su
puesto y no deje que nadie salga de la casa sin mi permiso, ¿entendido?
Carruthers
asintió obedientemente y desapareció por donde habían entrado. Flambeau
ofreció al anciano Juez una silla frente a la mesa del Inspector y
comenzó al interrogatorio, del cual sólo recogeremos aquí lo más
relevante para el caso, dado que el pobre y viejo Juez casi no se enteró
de la mitad de lo que le preguntaban, tal sordera sufría...
-Juez Thorpe, usted era el padrino de Parks, ¿no? ¿Cuándo le ofreció serlo?
-¿Parks?
No, hace un buen rato que no le he visto... -la voz del Juez sonaba
como salida de una sima. Una voz rasposa y aflautada, aunque conservaba
cierto aire de autoridad. El Inspector volvió a repetirle la pregunta. A
la tercera, el Juez le entendió:
-¡Ah,
sí! Pues hará unos diez o quince días que el Fiscal Parks me propuso
para ser su padrino en el duelo. Accedí encantado, aunque vista la
desgracia me temo que hubiera estado mejor pescando en mi casita de
Bristol.
-¿Vio
algo sospechoso durante el duelo? -inquirió el Inspector, pensando para
sus adentros que no podía preguntarle si oyó algo sospechoso porque
apenas si podía oír lo que le estaban diciendo.
-No vi nada. Bueno, me fijé en la forma de caer de Sir Wilfred y en que al tiempo alguien se movió en el lugar donde estaban
-¡Carter
se precipita, aunque todo parece apuntar en esa dirección! Y no se
preocupe por Gallagher, señor Juez. Lo detendremos nosotros, si es que
tiene algo que ver con este asunto -bramó Chase. -Usted estuvo en el
salón de juegos cuando Sir Wilfred enseñó las armas, y Parks mostró a
todos las balas de fogueo. Me dicen que luego, cuando abandonaron el
salón, usted se quedó allí dormido hasta que más tarde, antes de
celebrarse el duelo, fueron Woolcott y Parks a recoger las armas,
cargarlas y demás. Entre un hecho y otro, ¿estuvo usted todo el tiempo
durmiendo o despertó y vio algo sospechoso? En suma, ¿vio si alguien
manipulaba las armas o las balas?
El
Juez puso esa cara idiotizada del que no comprende nada de lo que le
dicen, acercó su oído a la mesa del Inspector y dijo, carraspeando:
-¿Podría repetirme la pregunta? No le he entendido nada...
Flambeau
no dejaba de sonreír y hasta de reír en todo lo que duró aquella escena
de la declaración del Juez. El Padre Brown se levantó de nuevo, se
acercó al Juez y le repitió al oído la misma pregunta que Grandison
Chase le había hecho antes. El Juez lo comprendió esta vez. Se acarició
el mentón, cerró los ojos, chasqueó la lengua y en con su aflautada
vocecilla dijo:
-¡Ah,
oh, sí, es cierto...! Me quedé dormido, sí... ¡Peste de alcohol, eh! Ya
no aguanta uno lo mismo que cuando joven... Eh, pues no, señor
Inspector, no vi nada. Disfruté de un plácido sueño, del que desperté
cuando llegaron mis dos colegas del foro. Si hubiera estado despierto,
ahora sabría quién es el responsable del crimen, ¿verdad?
-Probablemente
-arguyó el Inspector, a quien se le llevaban los demonios, del enfado
que tenía. -O puede que fuera usted quien se hiciera el dormido. Sí,
puede que usted, que conocía de antemano los detalles del reto, llevara
dos balas idénticas a las que Parks había mostrado. En ausencia de
todos, las cambió, volvió a fingirse dormido y...
Thorpe
no comprendía nada de lo que Grandison Chase había dicho y eso tal vez
le salvara de ser amonestado por ofender la autoridad de un Juez tan
notable como él, aunque fuera entonces tan notablemente sordo y dado a
los licores y la somnolencia. El Padre Brown, contrariado por la manía
de Chase de ver sospechosos por todas partes, le reconvino así:
-Aunque
Parks tuviera motivos para asesinar a Woolcott, no creo que el Juez
tenga el más leve asomo de móvil en este caso. Es una desgracia que no
nos sirva como testigo, Inspector, pero ¿por qué acharcarle que él
manipulara las armas? Fue una broma suya, ¿verdad?
El
Inspector enarcó las cejas, dándose por vencido. El Juez, era evidente,
no tenía móvil conocido que le hubiera empujado a llevar a cabo un plan
tan siniestro como aquel. Chase se lamentó de que un hombre como Thorpe
no les sirviera de testigo ocular, maldijo su mala suerte y la fortuna
del autor del crimen, al que todo parecía sonreírle, al menos de
momento.
Salió
el honorable Juez Thorpe trastabillándose contra las sillas y muebles
del salón. Flambeau sonreía como un colegial que acaba de asistir a una
obra de teatro y nunca olvidó que aquel fue el interrogatorio más
divertido que había visto en su vida. Un poco más tarde, volvió a
asomarse por allí Carter, el mayordomo, diciendo que algunos invitados
iban a tomar un leve refrigerio e invitando al Inspector y sus
acompañantes al mismo. Grandison Chase accedió a interrumpir
momentáneamente la sesión de declaraciones y acompañó al mayordomo,
mientras era seguido por el pequeño curita inglés y el corpulento
detective francés.
-Señor Redvill, es usted anticuario, ¿verdad?
Redvill asintió, sin dejar de bizquear mientras emitía un leve gruñido.
-Me
informan de que era usted amigo de los señores Woolcott y Parks, que
les vendía colecciones de arte, de armas y demás antiguallas. Dicen que
fue usted quien suministró al Magistrado las dos Mauser con que se
efectuó la absurda competición de esta tarde. ¿Todo eso es cierto?
-¡Muy
cierto, sr. Chase! -subrayó aquel hombre extraño, con piel tan rugosa
como la de una tortuga. -Lamento haber sido quien le vendiera a Woolcott
las Mauser C-96 pero espero que eso no sea un crimen en sí mismo. Hace
más de treinta años que me dedico al negocio de las “antiguallas”, como
dice usted, con tanta sorna. Y hace veinte o más que conocía al sr.
Woolcott y al sr. Parks, aunque cuando trabé amistad con ellos ni uno
era Magistrado ni el otro Fiscal. También, como ellos, soy amante de las
antigüedades, de las colecciones de objetos vetustos y valiosos, hechos
a la vieja usanza. Fui yo quien le vendió al pobre Woolcott esas dos
armas infernales, sí, pero yo mismo no sabría usarlas. Por si no lo
sabe, sufro de problemas de visión y no pude cumplir con mi patria: no
realicé el servicio militar. En suma, nunca he disparado un arma y, pese
a que guardo en mi tienda muchas de ellas, sería incapaz de
utilizarlas. Ni siquiera conozco sus partes ni sé cómo se montan. Sólo
las colecciono, las admiro y me deleito con ellas, nada más.
El
Inspector, el cual iba apuntando en una libreta todas las declaraciones
de cada uno de los invitados, anotó los datos que Redvill, el
anticuario, había compartido con ellos. El curita puso cara de
contrariedad, tal vez porque, como luego él mismo me confesó, las
declaraciones del Juez, del anticuario y de otros, que en apariencia les
iban exculpando como responsables del crimen, irremisiblemente iban
acercando al Fiscal Parks, poco a poco, al nudo de la horca.
Flambeau
notó aquella cara de preocupación en su amigo y, como días más tarde me
refirió también, pensó en aquel momento si su amigo el curita no se
habría obstinado demasiado en la defensa del Fiscal Parks, cegado en su
inocencia y tal vez empeñado en demostrarla, contra toda evidencia. Pues
a ojos del Inspector y de Flambeau, en aquel momento consideraban a
Parks como el presunto autor del crimen.
Muchos
indicios apuntaban a ello (las huellas habían sido el último dardo en
la diana) y, aunque luego hubieron de modificar sus opiniones, tanto al
Inspector como a él se les fue formando en sus mentes la imagen de un
Fiscal astuto y perverso, un ser capaz de mentir y de preparar aquella
farsa con tal de cumplir su pérfida venganza. Luego continuarían el
interrogatorio a Redvill, que seguía bizqueando. A Flambeau le dejó muy
impresionado la cara de abatimiento del Padre Brown ante aquel montón de
pistas e indicios que se iban acumulando contra Parks y se clavaban en
su cerebro como los clavos que cierran la madera de un ataúd.
[CONTINUARÁ...]
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viernes, 11 de mayo de 2012
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (6)
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