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DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (8) [Dedicado a CAMINANTE] | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(8)
Al
Inspector Chase la conducta del mozo Bill Barrett le pareció, al
principio, un poco sospechosa. Cierto es que llegó a pasársele por la
imaginación la idea de que el jovencito pudo coger un trozo de papel de
cualquier parte, garabatear las siete letras de esa extraña palabra
(“enemiss”) para luego ir tan alegre como descaradamente ante la
presencia del Inspector y sus dos amigos, con el propósito de embolsarse
las monedas prometidas. Chase, una vez que el mozalbete hubo abandonado
el salón principal, no tuvo reparos en acusarle de aquella especie de
falsificación, compartiendo su temor y su recelo con los otros:
-¿Quién
nos dice que no lo haya hecho por el dinero que le ofrecí? -bramó
Grandison Chase, cuyo continuo estado de alerta le hacía dudar hasta de
su sombra. -En otras palabras: esos garabatos me parecen obra de un
niño...
-¡O
de alguien que desea que creamos que un niño o que una persona sin
muchos estudios lo hizo! -subrayó el Padre Brown. -Escúchenme: no veo
por qué acusar también al chico pelirrojo, por más que tenga cara de
travieso, y todos los niños de su edad suelan serlo. El motivo del
dinero no me parece suficiente como para que llevara a cabo la comedia
que sugiere, querido Chase. Miren el papel: es de aceptable calidad,
aunque no esté timbrado ni pueda verse en él marca de agua alguna. Pero
lo que me lleva a descartar al mozo Barrett como autor de estas letras
es justo lo que a usted le lleva a acusarle. Los niños de su edad están
hartos de que en la escuela les manden hacer caligrafía, y él se hubiera
esmerado un poco más al realizar los trazos en tinta. Quien fuera
parece haber usado una pluma, y no de mala calidad, creo. Observen la
tinta y el trazo. Para mí, es letra hecha por mano de hombre, aunque sea
redondeada, como la típica letra de mujer, no obstante. ¿Por qué digo
hecha “por mano de hombre”? Por la presión con la que marcó los trazos,
que han dejado relieve en la otra cara del papel. Una mujer, de manos
más suaves y menos fuertes, por lo general, apenas habría dejado huella
por el otro lado. Aquí observamos la letra de alguien decidido, alguien
-diría incluso- culto, con estudios, que ha querido simular ex professo
lo contrario: que lo había escrito un palurdo. Vean las “eses” y la
letra “e”: demuestran cierto temperamento artístico, con ese trazo,
aparentemente desmañado pero muy cuidadoso, en verdad...
-¡Caray, mon Père! -silbó el colosal detective francés. -No sabía que fuera usted un experto en caligrafía y grafología, eh...
-Oh, Flambeau -suspiró el curita. -¡No lo soy! Usted lo sabe. En el ejercicio de mi vocación he leído muchas cartas y muchos de
mis feligreses, gente pobre, sin estudios y ágrafa, me ha pedido que
les escriba cartas pidiendo cosas a familiares suyos, por eso conozco
muchos tipos de letras. En último término, Flambeau, tan sólo he
aplicado la lógica, la razón más elemental, y esta me dice que el autor
de ese aparente garabato es alguien muy astuto e inteligente, que se ha
tomado muchas molestias para ocultar el hecho de que es persona culta,
de estilo y buena vida. En suma, es letra de adulto, y no de niño, letra
de una persona incógnita, con dinero y buena educación, que ha querido
disimular todo eso, ¿no creen?
El
Inspector Chase, el cual miró a Flambeau fijamente, ambos totalmente
sorprendidos por los aplastantes argumentos del curita, se dio por
vencido, retiró las acusaciones contra el mozo para todo, pidió
disculpas, carraspeó para aclararse la garganta y dijo:
-Aún
así, continuamos sin saber qué diantres significa “enemiss”, por qué lo
escribieron con las dos “eses” malditas (ya que “enemigos”, en inglés,
se escribe enemies)
y, sobre todo, nada de lo dicho nos revela al autor del mensajito o qué
significado tan terrible, tan acusador o aclarativo pudiera tener para
que el difunto Woolcott insistiera en ello antes de morir...
-Bueno
-habló Flambeau, probando fortuna con aquello tan fácil y ameno de
hacer conjeturas-, ¿y si “enemiss” se refiriese a “enemistad”? Tal vez
el misterioso y 'tímido' (reía Flambeau) autor del mensaje acusara a
alguien de conservar la enemiga del buen Magistrado, es decir, de tener
una lejana y rencorosa “enemistad”, contra Woolcott...
-De nuevo, vuelve mi cándido amigo Flambeau -sonrió Brown. -Ni Sir Wilfred era tan bueno como usted supone (¡que Dios se apiade de mi alma, he criticado a un hombre recién asesinado!) ni “enemiss” remite sólo a la idea esa de la enemistad, idea en la que no le falta razón, por otra parte.
-¿A qué se refiere, Mon Père? -inquirió Flambeau.
-Pues
al simple hecho de que, por esta vez, estoy también de acuerdo con la
opinión del Inspector Chase. En efecto, lo escrito ahí se parece
bastante a la forma en que se dice en inglés “enemigos” (enemies), pero todavía hay ahí algo diabólico y oculto que no logro descifrar...
El
Inspector se levantó de su sillón y, con una sonrisa de alborozo y los
ojos muy abiertos y chispeantes, proclamó haber dado con la clave del
enigma:
-¡Eureka!
Lo he resuelto: ¡es un anagrama! “Enemiss”... Un anagrama que acusa a
una persona a la que estoy deseando interrogar. Pero ¿no lo ven?
“Enemiss”, es decir, “Miss Ene” ¡Miss Artemise North, Miss N...! Eso
explica el temor de Sir Wilfred, que vio escrito, indirecta y
ocultamente, el nombre de la persona que conspiraba contra él. Alguien
debía saberlo, un tercero enterado de toda la maquinación que se cocía a
espaldas de Woolcott, y ese alguien, mediante este papelito, dejado en
el estuche de armas que sabía en posesión del Magistrado y que abriría
antes del duelo, trató de advertirle del plan que se forjaba en su
contra. ¿Puede usted refutar estas ideas, mi querido Padre Brown, o tal
vez he conseguido convencerle y hayamos dado con la piedra de toque del
misterio?
Mi
amigo Brown era, por esta vez, el admirado por el buen razonamiento y
la agudeza del Inspector Grandison Chase, y no opuso entonces ni la más
leve objeción, por dos motivos: uno, porque bien pudiera ser correcto
todo lo que había dicho el sr. Chase, aunque aquello de “Miss Ene” le
pareciese un poco traído por los pelos (pues si alguien trata de
advertirnos contra otra persona, conocida nuestra, ¿no escribiría mejor y
más claramente “Miss N.” o “Miss A. N.” en lugar de hacerlo con un
anagrama tan absurdo?). Con todo y eso, el sacerdote católico observó el
momento de arrebatador triunfo de su amigo, el policía científico y, no
sin antes alabarle a Chase y ponderar su astucia e ingenio, guardó
silencio, ya que era lo más juicioso y educado que podía y debía hacer
en ese instante, en espera de nuevos acontecimientos, de nuevas
declaraciones, las cuales se efectuaron en cuanto el Inspector realizó
varias diligencias.
Eran
ya las once de la noche. A pesar de que se iba haciendo tarde, Chase
pidió a Flambeau que convocara a la señorita North, puesto que el
sargento Carruthers se hallaba a esa hora de guardia ante el dormitorio
del Fiscal Arthur Parks, confinado en su cuarto. Fue aquella una noche
singular, una noche de cielo estrellado, de reveladoras pesquisas, de
muchas llamadas de teléfono y de varios incidentes iluminadores.
La
primera llamada a la casa fue la del forense, el Dr. Thomas Tanner, que
se puso en contacto con el Inspector para referirle su informe
preliminar sobre la herida, el ángulo de entrada de la bala (trayectoria
frontal, recta, no oblicua, de arriba a abajo, lo cual era lógico, pues
Parks era algo más alto que Woolcott) y la ausencia de narcóticos o
drogas en la sangre del jurista. Eso dejaba claro muchos aspectos, sobre
todo en lo que atañía al segundo disparo, el de la sombra de la
ventana.
Acabada
la conversación con Tanner, el Inspector Grandison Chase, inmerso en el
más apabullante de los optimismos, pleno de triunfo e iniciativa,
agarró la guía telefónica y, pese a lo tardío de la hora señalada, marcó
el número de la Hook's Armory,
la célebre armería del citado sr. Walter Hook. Llamó y tuvo suerte
porque pudo ponerse en contacto con Hook, que era un experto comerciante
especializado en la venta de artículos de caza y armas en general. Hook
le refirió al Inspector varios detalles de sumo interés los cuales me
fueron relatados puntualmente por mi amigo el Padre Brown, tal y como
los había averiguado Grandison Chase.
Hook
confirmó que, en efecto, no hacía muchos días que el Fiscal Parks había
comprado la cajita de madera con balas de lo que él llamó munición. No
hubo nada extraño en aquella compra y, por cierto (sostuvo Hook), Parks
sólo compró una cajita.
Lo
extraño del caso es que, dos días después de que Arthur Parks comprara
la caja de madera labrada con dos balas cargadas con munición simulada,
el Sr. Walter Hook notó que le faltaba otra caja idéntica.
Chase
le preguntó en entonces si tenía muchas cajas como aquellas dos, a lo
que Hook respondió que, además de aquellas dos (la adquirida por Parks y
la que desapareció), sólo había otras tres y esas aún estaban en su
establecimiento.
Ante
el incontrovertible y desafortunado hecho del robo o de “la misteriosa
desaparición de la segunda caja” (según la expresión del armero),
idéntica en todo a la que el Fiscal Parks había comprado dos días antes,
Hook sólo pudo responder que la echó en falta al hacer el inventario
semanal, para comprobar las ventas. Ni él ni sus dos empleados sabrían
decir quién, cómo o cuándo pudo entrar alguien en la tienda a llevarse
la cajita robada. Según afirmó, tienen mucha clientela, al ser de las
pocas armerías especializadas que hay en una ciudad tan grande y
populosa como Londres, por lo que no era tan raro que les escamoteasen
la cajita.
Toda
aquella explicación le sonó muy mal al Inspector Chase, demasiado vaga y
algo alambicada, puesto que una tienda que vende esa clase de artículos
debe cuidar mucho la seguridad. Amonestó a Hook y le conminó a
presentarse el lunes siguiente en las oficinas centrales de Scotland
Yard para realizar una declaración completa y detallada.
El
Inspector Chase sólo le hizo una pregunta más y fue si, de entre los
nombres que él le iba citando (y mencionó los del Magistrado, los del
Juez Oliver Thorpe, el anticuario Redvill, la señorita North, el Capitán
Gallagher, la señorita Louise Woolcott y su madre, Eleanore), alguno o
algunos de ellos pasaron por su tienda el día que Parks compró la caja o
en los dos días que siguieron a esa compra.
El
sr. Hook vaciló unos minutos, le pidió al Inspector Chase que fuera tan
amable de aguardar a que mirara el registro de aquella semana, por si
una de esas personas se acercó a preguntar o comprar algo y resultó que
en el registro no constaba ninguna de ellas.
Sin
embargo y, ante la tozuda y certera insistencia del Inspector, Hook
interrogó a los empleados de su tienda y... ¡Bingo! Uno de ellos
recordaba que un día después de la visita de Parks, apareció un anciano
señor que iba, según dijo, a saludar a su amigo Hook, el cual entonces
se hallaba ausente, y el empleado dijo que le daría el recado. El
anciano dijo llamarse Redvill, afirmó ser buen amigo y, por lo que el
propio Hook sabía, tendría que haber sido él. Dado que Hook no estaba
ese día, era lógico que no recordara tal aparición. El empleado aseguró
que el llamado Redvill sólo estuvo quince minutos en la tienda, que no
compró nada ni entró al almacén.
Grandison
Chase, pese a todo, insistió mucho en un último punto y preguntó lo
siguiente: “¿pudo acceder a la cajita desaparecida, sin que el empleado
se diera cuenta o no?”, a lo que Hook, ya visiblemente enfadado y
molesto con el inexcusable descuido de su empleado, por lo que se
desprendía del tono de su voz, respondió que era perfectamente posible,
dado que esas cinco cajitas, todas idénticas y cada una de ellas con dos
balas de munición simulada o de fogueo, reposaban en el escaparate de
la tienda, al que era muy fácil echar mano desde dentro, pues sólo un
cristal bajo separa la tienda del escaparate.
El
ladrón, fuera Redvill o aquella persona que dijo llamarse así, bien
pudo, en un despiste del empleado, alargar el brazo, tomar la cajita y
echársela al bolsillo, sin que fuera echada en falta hasta el día
siguiente.
Concluyó
la conversación entre Chase y el sr. Hook, no sin antes recordarle que
se pasara por Scotland Yard el lunes para completar aquella declaración y
que le acompañara el empleado que vio a ese anciano...
Mientras Chase hablaba con Walter Hook, Flambeau había ido a llamar a la señorita North, la cual apareció en la estancia como
una auténtica diosa. No en vano, como buen le hizo notar Flambeau al
curita (de forma velada y susurrada), la tal señorita North se llamaba
Artemise, es decir, como Diana, la diosa de la caza de romanos y
griegos.
Desde que llegara a la mansión, mi buen amigo, M.
Hércule Flambeau, el detective gascón, andaba enamorado de aquella
mujer elegante, seductora, de mediana estatura, ojos castaños, pelo
cobrizo, finas cejas, labios ni muy gruesos ni muy finos, maravilloso
cutis y manos delicadas, aunque un poco manchadas de tinta, pues a pesar
de que ya existieran las primitivas máquinas de escribir, ella aún
conservaba la vieja costumbre de anotarlo todo usando una pluma
estilográfica. Lo de la pluma no pasó inadvertido al Padre Brown,
mientras que Flambeau estaba embobado contemplando la esbelta figura,
las piernas y la grácil y aventurera forma de moverse de la joven
periodista del Evening Star, la cual acababa de realizar una nueva llamada de teléfono al redactor jefe de su periódico, el sr. Angus Macallan.
Antes
de que vosotros, queridos y amables lectores de este folletín policial
sobre el extraño misterio de Woolcott Manor, conozcáis los entresijos de
la declaración de la bella (e inexplicablemente soltera) Miss Artemise
North, habéis de saber que la prensa del domingo ya llevaba negro sobre
blanco todo lo referente al Caso Woolcott, debido a que esa misma tarde
la citada señorita North había informado a su editor y al redactor jefe,
los cuales guardaron la noticia para el día siguiente con todo el celo
que pudieron, pero ya se sabe cómo es el mundillo de la prensa: el menor
secreto se filtra de la manera más absurda e insospechada y, por culpa
de un cajista algo bocazas y bobalicón que le comentó casi todo a un
periodista amigo suyo, aunque de la competencia, la noticia de la muerte
de Sir Wilfred, del arresto de Parks y algunos, pero no todos, detalles
del drama, salieron en bastantes y muy diversos medios de la prensa
londinense.
Una
vez se hubo sentado frente a la mesa donde Chase anotaba todo lo más
destacado del caso, la señorita North se empolvó la nariz, guardó la
polvera y dijo estar a disposición de aquellos tres caballeros. Habló el
Inspector:
-Miss
North es usted periodista. Me consta que fue usted invitada aquí como
cronista de sociedad, ante el evento extraordinario de un duelo simulado
entre los señores Woolcott y Parks. Nada que objetar a su presencia,
pero, antes de que nos diga nada, he de comentarle que, pese a entender
el hecho de que haya llamado usted a sus jefes, le ruego que ciertos
detalles muy concretos de este caso no sean revelados...
-¿Cómo cuáles? -inquirió Artemise North, con su delicado tono de voz.
-Oh,
le ruego que silencie lo más posible y se limiten ustedes a reseñar tan
sólo el triste, desgraciado y trágico hecho de la muerte de Sir
Wilfred, con la inexcusable reseña de que se trata, sin duda, de un caso
de asesinato, de maquinación criminal, pero ofrezcan los menos detalles
posibles. Nada sobre las pistolas semiautomáticas, las balas o su
calibre ni aspectos que puedan resultar escabrosos...
-¡Pero
si esos son, precisamente, los aspectos que más nos suelen demandar los
lectores, querido Inspector! -protestó Miss North, no sin razón, y sin
dejar de hacer uso de una elegante y cuidadosa dicción. -¿Pretende usted
que sólo presentemos un mero esbozo de los hechos, que no demos ni el
menor asomo de información? Se nota que desconoce usted el mundo de la
prensa. Deben ustedes pasearse un poco por Fleet Street para ver la
clase de gente, gentuza y gentecilla canallesca que habita en las
redacciones y tabernas de esa zona.
-Haga
como le plazca, señorita North -tronó Chase- pero le advierto muy
seriamente de que cualquier distorsión o exceso de datos macabros en lo
que su diario publique al respecto de este caso, podría constituir un
delito. Dicho queda y vayamos a lo práctico. Le ruego sea lo más sincera
posible y nos diga todo lo que sepa. Primero: ¿cuándo conoció usted al
Magistrado?
-Le
conocí en Ascott, en las carreras de caballos, hace pocos años, cuando
era una mera aprendiz de periodista. Estaba allí informando de la vida
social, con un compañero de redacción del Star
que se encargaba entonces de la información estrictamente deportiva.
Sir Wilfred estaba allí con su esposa y su hija. Tomamos el almuerzo y,
lo que empezó como un simple encuentro casual, se ha fue convirtiendo en
franca y amable relación entre el difunto Magistrado, su familia y yo.
Desde entonces, me han invitado a veces a pasar algunos fines de semana
en esta mansión, se ha fortalecido esa amistad con el Magistrado y,
sobre todo, le debo eterna gratitud porque tuvo a bien ayudarme en
muchas ocasiones.
-¿Podría
ser más concreta? -intervino el curita Brown, por primera vez. -Me
refiero a esas ayudas... ¿En qué se traducían y a qué la obligaban a
usted?
Artemise
North miró al sacerdote, no sin cierto desprecio, aunque no tardó en
responder a su demanda. Dijo la encantadora dama que Sir Wilfred le
había ayudado prestándole ciertas sumas de dinero y que esos préstamos
no la obligaban a nada deshonroso ni embarazoso. Antes bien, nunca tuvo
que devolverle al Magistrado ni un solo penique, lo que a los tres
caballeros les pareció un tanto extraño, sabedores de que cualquier
acción de ese tipo se realiza esperando una contraprestación. Con todo,
la señorita North afirmó que nunca tuvo que ceder a ningún tipo de
chantaje, ni favor sexual, ni tampoco se vio en la penosa obligación de
tapar informaciones periodísticas comprometedoras o peligrosas para la
reputación de Sir Wilfred.
-Me
crean o no -concluyó Artemise North-, les aseguro que Sir Wilfred nunca
se propasó conmigo. Según los ojos que vean una acción, según juzguen
esa acción, parecerá honesta o deshonesta, decente o indecente... Y yo
puedo decirles que Sir Wilfred nunca pasó de meros coqueteos conmigo,
cosa que entiendo, no por mi belleza o por mi profesión, sino porque un
hombre de su edad, estado y posición social con frecuencia suele verse a
sí mismo como un conquistador y necesita demostrarse o demostrar a
todos que aún puede seducir a una mujer, aunque no pretenda llevarla a
su alcoba, ¿no les parece?
Los
tres guardaron silencio; Flambeau y Chase suspiraron melancólicamente y
tal vez el Padre Brown pensara si Miss North podría haber escrito o no
aquel endiablado papel con la palabra “enemiss”, usando la famosa pluma
estilográfica.
[CONTINUARÁ...]
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viernes, 11 de mayo de 2012
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (8)
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