Enviado a las 12/06/2011 11:39:02 | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (5) [Dedicado a CAMINANTE] | |
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(5)
-Querido
Padre, acabo de llegar y ya me acribilla usted a preguntas. Espere a
que me sitúe en el escenario del crimen. Y, hablando de eso, le presento
al Dr. Thomas Tanner, uno de los forenses más jóvenes y prometedores de
Scotland Yard. Seguro que nos será de mucha ayuda en este caso...
-Eso espero, Inspector. -comentó Tanner, con su delicada y juvenil voz.
Luego,
el Inspector Chase sacó su tabaquera, encendió un pitillo y, tras la
primera calada, exhaló un humo azulado que fue formando extrañas volutas
en el aire, y continuó dando las órdenes que juzgó pertinentes:
-Dr.
Tanner, mientras usted examina el cadáver de Sir Wilfred hasta que
venga la ambulancia y el Juez, yo cogeré las dos pistolas
semiautomáticas para que las revise Carruthers. Aquí no hacemos ya nada,
amigos. Volvamos a la casa. Cuando termine, Tanner, no se vaya aún.
Espere a que lleguen los del juzgado y, una vez se hayan hecho cargo del
cuerpo, regrese a la casa.
Quedó
el doctor examinando el cadáver, el cual estaba inmóvil y retorcido en
el espeso charco de sangre, en tanto los otros tres marchaban hacia la
casa. Por el camino, Grandison Chase fue escuchando los detalles del
caso de boca del Padre Brown, con algún apunte de Flambeau. Los dos, el
curita y el gigantón, estaban bastante perplejos por aquel extraño y
aterrador suceso y no acertaban a dar con la clave del enigma. Chase se
interesó por la vida de los invitados y, en especial, por las de Parks y
Gallagher, a los que consideraba como los máximos sospechosos de haber
cometido el crimen.
-Convendrán
conmigo -dijo el Inspector Chase, dando la última calada a su
cigarrillo- en que ha sido un asesinato fríamente premeditado. La
cuestión más importante será determinar quién y cuándo entró en el salón
de juegos, cogió las balas de fogueo y las cambió por las de verdad, si
es que eso es lo que ha sucedido. Es un caso endiablado porque no creo
que haya ningún testigo, con lo que demostrar quién manipuló las armas
será casi imposible.
-No
lo sé -intervino el sacerdote. -En cualquier caso, no olvide que
tenemos que encontrar el papel con la famosa palabrita, ver quién pudo
dejarlo y por qué motivo. Tal vez sea una pista falsa, pero me inclino a
pensar que las cosas que uno hace, sea testigo, víctima o asesino, las
hace por algo. Y en esa palabra, “enemiss”, hay algo más que todavía no
logro ver...
-Puede
que no tenga relación con el caso -terció Flambeau-, aunque, como
fueron las últimas palabras de Sir Wilfred, debían tener mucho valor
para él. Para vengar la muerte de mi amigo, me encargaré de hallar ese
papelito y, con la ayuda de ustedes, descubriremos su significado
oculto.
Serían
casi las ocho cuando atravesaron la puerta de hierro que comunicaba los
jardines con la mansión. Todos aguardaban inquietos y taciturnos en el
salón principal, salvo Eleanore Woolcott y su hija, que se encontraban
en sus habitaciones en tal estado de excitación mental y física que al
Inspector no le importó aquella ausencia. Ya las llamaría a declarar más
tarde. El fornido policía habló un momento por teléfono, interesándose
por si habían tenido éxito las patrullas de agentes que andaban a la
busca y captura del Capitán Gallagher. Por sus palabras y su expresiva
preocupación, vieron que, de momento, la búsqueda del huido estaba
siendo infructuosa.
El Inspector Grandison Chase dispuso todo con el sargento Carruthers para dar comienzo a los interrogatorios cuanto antes.
El
Inspector, una vez hubo solicitado a todos los invitados, excepto al
Fiscal, que salieran del salón a la espera de que fueran llamados a
declarar, le pidió a éste que se sentara y, antes de interrogarlo, mandó
a Carruthers que saliera fuera a vigilar que nadie escapase. El señor
Arthur Parks, el cual era presa de un ataque de nervios. Si antes se
había mostrado tenso, tal vez por la emoción del duelo, ahora balbuceaba
y movía las manos nerviosa y febrilmente, como si quisiera agarrar el
aire. El Inspector tomó asiento en un mullido sillón de terciopelo rojo
que estaba tras una de las mesas de escritorio que adornaban el salón.
Desde esa mesa podía dirigirse a sus interlocutores y tomar nota de lo
más relevante de cada declaración. Volvió a sacar su tabaquera, encendió
otro cigarrillo de forma parsimoniosa pero resuelta y, mirando
fijamente a los ojos de Parks, preguntó:
-¿De
quién fue la idea de celebrar ese “duelo falso”? Permítame decirle,
antes de que hable, que me resulta un juego absurdo y peligroso, como ha
quedado demostrado. Ustedes dos ya eran mayorcitos para andarse con
esas bobadas, ¿no le parece?
Parks miró al Inspector con su sempiterno ceño fruncido y contestó:
-Puede
que a usted, Inspector, le parezca un estupidez pero para mi pobre
amigo Woolcott y para mí era una sencilla e ingeniosa forma de dar por
zanjadas nuestras rencillas... Fue a él a quien se le ocurrió lo del
duelo. La idea la tuvo hace quince días, más o menos, cuando me invitó a
pasar en esta finca un fin de semana. Charlábamos sobre unos sables
antiguos y sobre los duelos cuando se le ocurrió lo de batirnos, como
una manera alegre y deportiva de encontrarnos en el campo del honor.
Nada más...
-Sí,
pero el duelo fue a pistola. -subrayó Chase. -Lo de las pistolas, el
uso de esas pistolas semiautomáticas precisamente, ¿también fue idea del
señor Woolcott o lo propuso usted?
-Volvamos
a las armas, señor Parks. Según me han dicho los amigos Brown y
Flambeau, fue usted quien trajo las balas y las cargó, ¿no es cierto?
Arthur Parks asintió, sin dejar de mover las manos, muy nervioso.
-Correcto -masculló el Inspector Chase. -¿Eran balas de fogueo?
-Así es. Las compré hace poco, en una tienda especializada, absolutamente legal. Está en Londres... Creo que se llama Hook's Armory...
Debo tener el recibo de compra en casa. Si quiere, puedo buscarlo. Sé
que esas balas eran de fogueo, que Sir Wilfred las comprobó y vio que
eran inofensivas. Estoy casi seguro de que fueron las mismas balas que
cargué en el tambor de cada pistola. Al menos, su aspecto era el mismo.
¡No entiendo cómo o cuándo las cambiaron! Ni siquiera entiendo por qué
harían semejante atrocidad. Sin duda, alguien deseaba la muerte de mi
amigo Woolcott...
-¡O
la suya, señor Parks! -intervino el Padre Brown, en voz tan baja como
firme y contundente, lo cual dejó sorprendidos a los otros tres.
El Inspector cambió de tema y, de pronto, le soltó a Parks:
-Tengo
entendido que hubo un tiempo en que usted y el docto Magistrado
Woolcott eran enemigos, educados y correctos si quiere, pero enemigos al
fin y al cabo. No hace falta que le diga que no está usted bajo
juramento, ya que conoce todo el proceso en un caso criminal, pero le
ruego que sea lo más sincero que pueda y nos concrete cuáles fueron las
principales causas de que hubiera esa enemistad entre Woolcott y
usted...
-Es de todos conocido -comenzó por decir el azorado señor Parks- que hubo varias ocasiones en las que mi vida tropezó con la
Luego, Grandison Chase volvió a insistir en el asunto de las balas:
-Señor
Parks, me veo en la obligación de pedirle que haga un esfuerzo de
memoria: ¿Está usted seguro de que las balas que colocó en los
cargadores de las pistolas semiautomáticas eran las mismas que usted
compró?
-No
lo sé, Inspector. -proclamó el Fiscal, en un tono dubitativo, y su duda
sonó auténtica, no forzada o dolosa. -No lo sé. Juraría que eran las
mismas balas que compré pero no podría asegurarlo del todo.
-¿Cómo explica, entonces, lo sucedido?
-Sólo
cabe una posibilidad. Si para mí aquellas balas eran las mismas, al
menos en apariencia, es porque alguien debía tener unos proyectiles del
mismo calibre y semejantes a la de las balas de fogueo que adquirí en la
Hooks' Armory...
Es obvio que, para que su siniestro plan diera fruto, el responsable de
este ominoso crimen debió cambiarlas antes, cuando salimos del salón de
juegos.
-¿Se
da cuenta de lo que eso supone? -inquirió el detective francés, ya que
al Inspector no le estorbaba que sus amigos Brown y Flambeau
intervinieran en la investigación, incluso en los interrogatorios
preliminares.
-Si
fuera así, eso implicaría -comentó Parks en un tono extrañamente oscuro
y sombrío- que aquí se ha cometido un crimen no sólo premeditado, sino
atroz, salvaje y absolutamente cruel. No tienen por qué creerme. Sé que
ante ustedes aparezco como el principal sospechoso del crimen, porque yo
disparé el arma que asesinó a mi buen amigo, pero les juro por lo más
sagrado, les juro por mi honor de caballero que yo no puse en las
pistolas ninguna bala que no fuera las de fogueo, salvo que las
cambiaran antes y no me diera cuenta...
Dicho lo cual, Parks se golpeó en la frente, aún fruncido su ceño, señal de su tormentoso estado de ánimo, y ruborizado exclamó:
-¡Oh,
hado perverso!, ¿por qué permites que haya matado a uno de mis mejores
amigos? ¿Cómo he llegado a verme en esta situación? Nunca podré
perdonármelo, nunca, nunca, nunca...
El
Padre Brown, compadecido del atormentado Fiscal, se levantó, fue hacia
él y le puso una mano en el hombro, tratando de tranquilizarle:
-Serénese,
señor Parks. Yo le creo y estoy convencido de que mis amigos le
creerán, si es que no confían ya en su testimonio. Alguien quiere
hacerle pasar por asesino. O incluso cabe la posibilidad de que deseara
lo contrario, es decir, que fuese usted la víctima y el buen señor
Woolcott quedara ante nosotros y ante la opinión pública como un vulgar
asesino. Debe usted irse a descansar. ¿Lo autoriza, Inspector Chase?
Grandison
Chase, ante aquella decisión del curita no pudo negarse y dejó que el
Fiscal, tremendamente afectado, se levantara y se fuera, aunque le lanzó
una mirada de absoluta desconfianza, fruto tal vez de su profesión, que
le forzaba a estar alerta ante cualquiera, fuera Fiscal o simple
ratero. En ese momento, cuando los tres quedaron solos de nuevo,
Flambeau alzó la cabeza y elevando sus manos en gesto exageradamente
mediterráneo, abrió la caja de los truenos, recelando de lo que acababa
de oír:
-Mon Père,
¿está seguro de lo que ha hecho? Ha sido usted quien durante estos años
me ha enseñado a estar siempre muy atento y en guardia ante cualquier
clase de sospechoso. Se me ha ocurrido una explicación a todo el asunto,
y es una posibilidad que no ha considerado, amigo Brown. ¿No ha pensado
que Parks haya podido mentirnos, que realmente pudo colocar unas balas
mortales totalmente idénticas a las de fogueo que él trajo y luego
hacerse el inocente con nosotros? Es arriesgado, pero sería una jugada
maestra, una prueba de su refinamiento y su maldad...
Antes
de que Flambeau terminara su razonamiento, Brown ya había elevado sus
grises ojuelos por sobre los cristales de las gafas y dijo:
El Inspector oyó muy serio aquellas palabras, tras las cuales espetó:
-Padre,
en este caso me inclinó a pensar como mi querido amigo Flambeau. No
descarte lo que le acaba de decir. Conozco la intachable reputación de
Parks, pero también conozco su facilidad para engañar o manipular a un
jurado. Él ha intervenido en miles de casos, a cual más enrevesado, y se
las ha visto con jueces más duros que las piedras de la catedral de San
Pablo. El Fiscal es conocido por haber perdido pocos casos, por su
preparación y su maestría en el dominio de la retórica, y lo que
acabamos de ver pudiera haber sido una cuidada representación, el tercer
acto de la comedia (o más bien, tragedia) que se ha producido entre los
muros de esta desgraciada mansión. Si las pruebas le señalan como
sospechoso, me veré obligado a detenerle, no lo dude, Padre Brown.
-Y cometerá usted un tremendo error. -musitó el sacerdote.
-Aunque
su oficio -continuó Chase- con frecuencia le lleve a compadecerse de
los más astutos criminales, el mío me obliga a reunir las pruebas que
demuestren su culpabilidad, en el caso de que sean culpables. Repito que
si todos los indicios apuntan al hecho de que Parks tuvo algo que ver
con este infortunado suceso, le detendré sin que me tiemble un músculo.
-Y
yo le repito que ese hombre no miente, que no es el causante de lo que
aquí ha sucedido y que incurrirá usted en una injusticia si le detiene.
El
Inspector Chase, algo contrariado por las aseveraciones de Brown, por
su rotundo aunque suave tono afirmativo y por su insultante seguridad,
decidió no proseguir una charla que, en su opinión, no les conducía a
nada, y pidió a Flambeau que llamase al sargento Carruthers para que
este, a su vez, trajera al honorable Juez Óliver Thorpe para que se le
tomara declaración.
[CONTINUARÁ...]
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viernes, 11 de mayo de 2012
DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (5)
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